Gabriel Gandolfo
MCU Université Côte d’Azur
Junto con el gusto, el olfato es uno de los sentidos químicos, el más antiguo de los cinco sentidos llamados exteroceptivos, que informan al sistema nervioso sobre el entorno: puesto que la vida apareció en el agua, los primeros organismos vivos eran por tanto acuáticos y necesitaban informarse sobre las moléculas presentes en el agua. En otras palabras, la aparición del sentido del olfato se remonta al principio mismo de la evolución de las especies, aunque se cree que perdió gran parte de su funcionalidad en los humanos modernos, esencialmente porque se descuidó en favor de los demás sentidos, Aunque se pensaba que había perdido gran parte de su funcionalidad en los humanos modernos, principalmente porque se descuidó en favor de los demás sentidos, o incluso fue denigrado por los científicos (de Buffon a Broca) con el argumento de que no era más que un vestigio de nuestra animalidad y, por tanto, no tenía más que un vago interés hedónico, sigue siendo, sin embargo, uno de nuestros sentidos más ancestrales, anclado en el inconsciente colectivo junguiano. Sin embargo, ha surgido una repentina toma de conciencia de las múltiples funciones del sentido del olfato a raíz de las consecuencias de la anosmia (pérdida de olfato) provocada por la reciente pandemia de Covid-19: impacto en la nutrición, en la vida afectiva y emocional, en las interacciones sociales en particular, con riesgos patógenos (que van de la desnutrición a la depresión). Redescubrir su importancia mediante experimentos olfativos lúdicos se convierte así en un proyecto muy interesante, sobre todo si lo relacionamos con la percepción multisensorial del cerebro, incluidos el oído y la vista.
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